justicia y mano propia

Tampoco en los dominios de su majestad la justicia llega con la premura que requieren los que necesitamos de su auxilio.
Hay que templar la víscera para no entregarse manso a la derrota de saber que aquí como allá la balanza está en las sucias manos de cipayos que se queman las pestañas para preservar el actual estado de cosas, este régimen que bendice sus bolsillos y el valor de las participaciones accionarias de la logia de mal nacidos que nos gobierna.
Quizá huela distinto el almidón de sus ropajes, su teatral solemnidad, la jactancia de saberse la proa del mundo. También es diverso el tarifario.
Y a pesar de la secuela, de la convivencia irreparable con el recuerdo salado que se mete en la herida abierta, de sus ropas, de sus cartas de amor trunco, de la neumonía que duró todo el pasillo hasta la última puerta, y a pesar de mí y la minucia de juntar los pedazos del cristal roto, la convicción de la voluntad puede ser más fuerte que la muerte.
Por eso cuando escuché la otra voz, la gemela, cifrando su esperanza en una criatura por venir, recordé que la justicia no ha de ser un remedio tardío ni un gesto de compasión con el resignado que está borracho de esperar. Justicia es ir a buscar con nuestra propia mano lo que nos pertenece.


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La libertad. O sus adyacencias.

La última charla, como un presagio, versó sobre la libertad.
¿Es la libertad inherente al ser humano? O es apenas la reacción al estímulo de un orden que se funda en la costumbre, que se vale de la educación, que necesariamente debe domesticar al ser humano para que no sea una bestia como el resto de los animales.
Cómo saberlo.
Es inherente a nuestra propia naturaleza la necesidad de aprender ciertos rudimentos para sostener la vida en comunidad, pero a poco de aprenderlos (o aprehenderlos, para mejor decir) nos sentimos en una inmensa cárcel que pone barreras a las ansias de superación, como el pez que puja infructuosamente contra el vidrio de la pecera.
¿Y cuál es la superación? ¿La aceptación de la frontera inviolable? ¿El aterrizaje en las certezas de que la madurez es la completa eliminación del componente animal?. Siendo así, cada exabrupto, cada locura, cada genialidad ¿debieran juzgarse corruptoras de las reglas que nos mantienen reunidos?
Quizá la cuestión sea más sencilla y así como necesitamos el dique que contiene nuestros impulsos, también clamamos por la existencia de un corpus superior, preferentemente intangible, algo para saciar nuestras hambres de poner bombas u orinar fuera de los mingitorios.
Y a ese corpus lo bautizamos estado, patria, religión -que son puros fetiches-, o lisa y llanamente padre, maestro, celador y las reglas toman prestados cuerpos de humanos como nosotros, y a ellos les dispensamos todo el odio que nos es posible, la capacidad de sublevación, la resistencia por la resistencia misma.
¿Es tan solo instinto o apenas morbo? ¿es una necesidad fisiológica o un ejercicio de entretención?
Me lo pregunto y no me siento en condiciones de responderme. Soy un signo de interrogación enorme como aquella noche, en que no tenía modo de saber que sería la última charla.